Por: María
Isabel Sánchez /AFP
El miedo se respira y silencia a Nejapa, un pintoresco pueblito
mexicano en la montaña del estado de Guerrero, sembrado de fosas clandestinas.
En una, entre maizales y frijolares, la gente halló horrorizada el cadáver del
cura del pueblo, un misionero ugandés enamorado de México.
El sol comienza a caer en esta comunidad de campesinos humildes y
la misa de sábado en la tarde está por iniciar. Todo parece en calma, pero los
lugareños están conmocionados. Acaban de enterarse de que el sacerdote John
Ssenyondo estaba entre los 13 cuerpos encontrados el 29 de octubre en la
sierra, en Ocotitlán.
"Era un sacerdote que valía oro. Nos arrebataron un ser
valioso. Conquistó a todo el pueblo. Unos poquitos no lo querían porque
señalaba sus errores. Por eso se lo levantaron (llevaron) y lo bajaron
(mataron)", dice Lorenza Zeferino, de 70 años, en la puerta del templo de
fachada amarilla, encendida por el atardecer.
La fosa fue descubierta a 200 km de Iguala (Guerrero, sur), donde
el 26 de septiembre desaparecieron 43 estudiantes tras un ataque de policías
corruptos y de narcos. Aunque la de Ocotitlán no es una de las fosas halladas
con 39 cuerpos en la búsqueda de los jóvenes, ha aumentado la conmoción y el
temor en la población.
"Esto se salió del control. Estamos dolidos, consternados. Lo
del padre y los estudiantes es sumamente grave", afirmó a AFP Víctor
Aguilar, vicario de la diócesis de Chilpanchingo-Chilapa, a la que pertenece
este pueblo de unos 3.000 habitantes.
"¡No me da miedo morir!"
Nada está claro, como en miles de crímenes en México. Unos
pobladores creen que Ssenyondo fue asesinado por negarse a bautizar a un niño
cuyos padrinos, de un cartel local, no estaban casados; otros señalan a una
autoridad de Nejapa que vinculan con narcotraficantes.
"Los que lo mataron son de Nejapa. No me da miedo morir por
decir la verdad. Fueron sicarios pagados para hacer el mandado. Todo ha
empeorado acá, ha habido varios muertos", asegura Lorenza, llevándose una
mano al crucifijo que lleva en el pecho para acentuar su indignación.
Según testimonios de pobladores, Ssenyondo, de 55 años y quien
llegó hace seis años a México, fue el 30 de abril a oficiar misa a un poblado
cercano. Al terminar, lo interceptó un grupo armado que lo llevó sierra
adentro.
La gente salió a buscarlo, pero la fosa se halló seis meses
después. Fue identificado estos días por la placa dental que tenía su dentista,
y se hacen pruebas genéticas para el reconocimiento total, explicó Aguilar.
Desde el púlpito, Sseyondo ponía el dedo en la llaga en un México que
se desangra en la guerra del narco, con más de 80.000 muertos y 22.000
desaparecidos desde que inició en 2006.
"Su palabra dura, sin rodeos, hablaba de la violencia del
país y del estado, del narcotráfico. Acá hay gente en la delincuencia
organizada", comenta bajito Plácido Flores, mirando de reojo a todos lados
pese a estar en la solemnidad del templo.
Fieles y curas bajo fuego
Sseyondo había sido asaltado dos veces, los pobladores dicen que
vivía amenazado. "A un padre lo mataron hace unos meses por no pagar un
rescate. Más de 25 de la zona han tenido amenazas y unos tres pagaron
extorsión. México es un país de mayoría católica, pero ya ni al sacerdote
respetan", lamenta Aguilar.
"Hay persecución al atentar contra fieles y sacerdotes a
sabiendas que lo son. Estamos en una situación muy difícil. En Chilapa hay dos
grupos (narcos) peleando la plaza (territorio)", explica el vicario
episcopal de la zona donde está Nejapa.
La Conferencia del Episcopado Mexicano publicó el miércoles un
comunicado: "¡Basta ya! No queremos más sangre. No queremos más muertes.
No queremos más desaparecidos. No queremos más dolor ni más vergüenza".
En noviembre, dos sacerdotes fueron asesinados en Veracruz (este),
uno más desapareció en Tamaulipas (noreste) y otro debió ser protegido en
Michoacán (oeste).
"¿Miedo? Sí. ¿Cómo no? Hay que asumir esta feligresía con
mucha precaución y confianza en Dios. Estamos expuestos todos", admite a
la AFP el padre Bertoldo Pantaleón, quien sustituye al ugandés, apurado por
esquivar las preguntas, más que por dar la misa.
Un puñado de fieles entra a paso lento a la iglesia, adornada de
flores y guirnaldas rosas por el cumpleaños de una joven del pueblo.
"¡Seguro lo que hablamos acá alguien lo va a decir por allá!
¿Qué vamos a hacer?", dice Lorenza a la AFP. Adentro, un coro entonaba ya
el "Aleluya". Afuera, la tarde empezaba a morir.

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